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"La sociedad en el año del golpe de Estado"

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Temática
50 años del golpe de Estado
Medio
El País
Medio
Medio digital
Conductor/a - Periodista
Soledad Gago
Entrevistado/a o mencionado/a por Facultad
Fecha
FUENTE
https://www.elpais.com.uy

Así es vivir en 1973

Big wheel, keep on turnin’. La voz de John Fogerty suena seca, despreocupada, áspera. Canta como si estuviera en la habitación de su casa dando el concierto más importante de su vida. Proud Mary, keep on burnin’. La melodía se parece a una carretera vacía, a un camino de posibilidades, a una aventura. Rollin’, rollin’, rollin’ on the river. Es enero de 1973. Aunque Creedence anunció su separación a fines de año pasado, sus canciones todavía suenan con fuerza y se mezclan con las de los Beatles, The Mamas & the Papas, los Rolling Stones. En algún lugar de Uruguay alguien se viste con un jean Lee —los que usan todos, los de moda— y una camisa celeste y baila: Rollin’, rollin’, rollin’ on the river. Sacude la cabeza, el pelo largo y espeso le llega a los hombros, pero hoy lo lleva peinado hacia atrás, le brilla. Es enero de 1973.
Alguien escucha Proud Mary y baila, sacude el cuerpo como si no hubiese nada más, como si el tiempo se acabara, como si supiera. Pero no sabe. Nadie sabe: que el 27 de junio el presidente Juan María Bordaberry firmará un decreto para disolver el Parlamento, que los militares apuntarán sus tanques hacia el Palacio Legislativo, entrarán y tomarán el poder, que por doce años el país vivirá en una dictadura que torcerá el camino, cambiará el rumbo y dejará un rastro que nadie olvidará.
Pero hoy, que es algún día de enero y la compañía de José Antonio Lungo presenta el espectáculo Uruguay candombe para inaugurar la temporada del Teatro Verano, que los cines de Montevideo estrenan Roma, la película que Federico Fellini lanzó el año pasado, que la temporada de Punta del Este recibe a miles de turistas argentinos dispuestos a disfrutar de unas playas que todavía los sorprenden y a comprar terrenos y a construir casas y edificios. Hoy que allí, en la ciudad del verano, se está por estrenar en Le Carrousel Hair, la versión argentina del musical escrito por Gerome Ragni y James Rado en el que 32 jóvenes de pelo largo bailan, cantan, se desnudan y proclaman por la libertad.
Hoy, que la Aerolínea Austral anuncia en las páginas de El País que sus vuelos a Buenos Aires salen desde Montevideo a las 11:40 y a las 16:40 y a las 19:10. Hoy, que el elenco del teatro El Galpón está ensayando La gotera, de Jacob Langster con dirección de César Campodónico, que el Circular hace las últimas funciones de Ubu Rey, que dirige Alberto Restuccia y que Mercedes Sosa se presenta en el Teatro Solís. Hoy que el cine Rex en el centro de Montevideo proyecta Macbeth de Roman Polanski y el Censa, la sala más grande de la capital, reestrena El Padrino. Hoy, que el Ballet Nacional del Sodre ofrece una función con el primer acto de El lago de los cisnes y El sombrero de tres picos al aire libre en el Parque Rodó, que en el Club Neptuno empieza el Campeonato Nacional de Natación, que Fernando Morena acaba de firmar con Peñarol y que se está por enfrentar a Nacional en un clásico por la Copa del Atlántico, hoy, nadie sabe.

¿Cómo era la vida en 1973? ¿Cómo se transitaban las calles de Montevideo? ¿Qué pasaba en el interior del país? ¿Cómo se conocían las noticias? ¿Cómo se jugaba? ¿Cómo se sentía? ¿Cómo se recupera una época? ¿Cómo se cuenta un tiempo que no se vivió? Nací 20 años después del golpe. Y nací en el interior. Hasta que no estuve en el liceo no supe del todo de qué se trataba, qué era lo que había pasado, de qué hablaban cuando se hablaba de dictadura, de militares, de tupamaros, de torturas, de represiones, de desaparecidos, de batallones, de excavaciones, de restos, de familiares.
Hoy, mientras escribo esto, están por cumplirse 50 años del golpe de Estado y yo pensaba que sabía. Y sin embargo, cuando tuve que pensar en eso —¿cómo vivían las personas en 1973?— supe que en realidad no sé. Y posiblemente nunca sepa. “Se puede pensar que aquel país era otro”, recuerda Renzo, que en 1973 tenía 12 años. “En aquel país había, a su vez, varios países juntos. El de las clases medias, cuyos límites sociológicos nunca estarían del todo claros porque fue por mucho tiempo una definición que abarcó casi cualquier realidad socioeconómica: la del asalariado que pudo hacerse su propia casa, la del que la pudo comprar en un barrio considerado ‘residencial’, la del funcionario público en casi cualquier parte del escalafón, la del almacenero que pudo comprarse coche para salir de paseo los domingos. En fin, la clase media era omnipresente. Pero también estaban las barriadas populares donde vivían la esforzada y numerosa clase obrera, clase que no era una mera metáfora, ni una consigna ideológica bien afilada. La clase obrera era bien real, eran proletarios de carne y hueso que hacían sus jornadas dobles en algunas de las tantas fábricas”.
La memoria es fragmentada, intransferible. Lo que queda en el cuerpo, hoy, tantos años después, son retazos, rastros de un mundo que era otro mundo. “Creo que por esa época había varias capas que estaban todas mezcladas, superpuestas. Había una capa de una atmósfera muy tensa desde el punto de vista político, sobre todo a partir de la muerte del presidente Oscar Gestido y del ascenso al gobierno de Jorge Pacheco Areco. Se vivía un clima de policías en la calle, policías a caballo patrullando, huelgas, manifestaciones, gases, todo eso estaba muy presente. Pero, por otro lado, había una vida, sobre todo para los más jóvenes, desde el punto de vista social, deportivo, cultural, que era muy intensa”, dice Fernando, quien en 1973 tenía 20 años, se había exiliado en Chile y después en Cuba. “Los centros de estudio, liceos y preparatorios, eran focos de agitación, pero también de irradiación cultural muy significativos. Entre otras cosas porque las plantillas de docentes de los liceos públicos comunes y corrientes eran plantillas de gran peso cultural en el Uruguay. Yo estudiaba en el liceo de Las Piedras, y ahí me dieron
clases Idea Vilariño, Vivian Trías, Carlos Machado, Luis Alberto Solari, Hugo Achugar. Esos lugares eran focos de generación de mucha actividad intelectual. Había una camada de jóvenes que teníamos una vida intelectual muy espesa, con actividades, discusiones, con lecturas y debates. Lo que pasaba en el liceo se irradiaba al resto de la vida”.
La memoria es fragmentada, intransferible. Y sin embargo todo, o casi todo lo que pasaba en esos días, está manchado por el contexto político y social: no hay manera de caminar por los bordes, de salirse, de ser ajeno. “Yo no me acuerdo de que en Melo haya cambiado tanto la vida. No se veían las cosas que pasaban en Montevideo. Yo iba y volvía a dar clases en el liceo caminando.
Sí me acuerdo que la directora del liceo era pareja de un militar y que hubo compañeros a los que destituyeron. Y hubo personas puntuales a las que los militares llevaron presas. A mi esposo, que trabajaba en un banco, un día lo llevaron y estuvo unos días en el cuartel. Pero él no militaba en ningún partido ni nada. Eso fue lo más difícil, yo tenía a dos de mis hijos chicos y no sabíamos nada de él. A los días lo soltaron. Pero en la vida de todos los días no recuerdo que las cosas hayan cambiado tanto”, dice Teresa, que en 1973 tenía 30 años.
La memoria es fragmentada, intransferible. Y sin embargo, hay historias, relatos, momentos, que son como la noche: nadie puede evadirla, escurrirse, escapar.

El 1º de febrero de 1973, por radio Carve, el senador del Partido Colorado Amílcar Vasconcellos denuncia que Uruguay está entrando en un “período militarista”. Esa noche, en la iglesia de los Domínicos, alguien que se llama María se casa con un vestido blanco de manga corta, el pelo recogido en un moño y un rosario que sostiene con la mano izquierda.
El 2 de febrero una anciana muere intoxicada en su departamento de Pocitos. El 5, la OSE se muda desde su antiguo edificio en la calle Zabala a uno en Constituyente y Soriano. El 6, renuncia el ministro de Defensa Armando Malet.
El 7, el presidente Juan María Bordaberry designa a Antonio Francese como nuevo ministro de Defensa. Esa noche, Fernando Morena entra en el segundo tiempo de un partido de Peñarol contra Boca Juniors y cinco minutos después convierte su primer gol con el aurinegro. El 8, el bandoneonista y compositor argentino Astor Piazzolla se presenta con el Conjunto 9 en dos funciones en El Galpón, la primera a las 19:45 y la segunda a las 22:00. A los quince minutos de la primera función, mientras Piazzolla toca ante una sala repleta, las Fuerzas Armadas emiten un comunicado por la radio del Sodre: “Los mandos del Ejército y la Fuerza Aérea han decidido desconocer las órdenes del ministro de Defensa Nacional, General Francese, al mismo tiempo que sugerir al Sr. Presidente de la República la conveniencia de su relevo”.
Es 9 de febrero y la Ciudad Vieja de Montevideo amanece “ocupada” por la Marina, que no está de acuerdo con el Ejército y la Fuerza Aérea. Los buques de guerra apuntan hacia la ciudad.
Quieren defender las instituciones y la democracia, eso dicen.
En esa zona de Montevideo no hay ninguna actividad. Los comercios están cerrados y los bancos también. Aunque en la ciudad hay pocos autos, el tránsito se vuelve pesado: los militares hicieron un cerco de ómnibus y camiones sobre la calle Juan Carlos Gómez. Los ómnibus —los de Cutcsa con plataforma abierta y los trolebuses que todavía funcionan— llegan hasta la Plaza Independencia y se amontonan ahí.
Montevideo todavía es una ciudad pequeña, en expansión, pero para moverse se necesita tiempo (una hora y a veces hasta dos). Hoy, en esta parte de la ciudad, todo es aún más lento.
A la noche, Nacional juega un partido contra Independiente en el Estadio Centenario y pierde tres a uno, el cine Mogador hace una función de Fiebre, una película dirigida por Armando Bó y protagonizada por la Coca Sarli que en Argentina fue censurada, y la compañía Holiday On Ice, que está en Montevideo desde enero, hace una de sus últimas funciones en el Palacio Peñarol.
Todos coinciden con que el golpe de Estado de junio fue el final de un proceso que empezó a fines de la década de 1960, cuando el presidente Jorge Pacheco Areco gobernó bajo medidas prontas de seguridad para controlar y enfrentar las movilizaciones sociales y el accionar del Movimiento de Liberación Nacional- Tupamaros. Todos coinciden, también, con que el 9 de febrero fue el comienzo del final. Que entonces era solo cuestión de tiempo.

Como si existiesen dos mundos que conviven y se afectan, pero no se derrumban. Como si todo estuviese por venirse abajo y sin embargo se elija seguir cantando. Como resistir. Como fingir que no pasa nada para que la vida sea un poco más leve, más liviana.
Mientras Bordaberry acuerda con los mandos militares que las Fuerzas Armadas participen del gobierno a través del Consejo de Seguridad Nacional y un golpe de Estado es inminente, las personas todavía bailan, cantan, van al cine y al teatro, se reúnen en los bares, escuchan el último disco de los Beatles y repiten esa canción que es también un rezo —When I find myself in times of trouble /Mother Mary comes to me/ Speaking words of wisdom / Let it be— y ven cómo una joven de 17 años que se llama Clarita es elegida reina de Punta del Este y otra de 22 que se llama Marcela es la nueva reina del Carnaval. Y los más jóvenes se visten de trajes y minifaldas y van a los bailes y bailan Bee Gees y escuchan a Los Olimareños cantar en Discodromo Show por Canal 12 y discuten sobre Jean-Paul Sartre y filosofía y, los que pueden, que no son muchos, recorren la ciudad en un Ford Falcon del 72. La vida, con todo, es sencilla. En Montevideo todo está concentrado en el Centro: los bancos, las oficinas, los teatros y los bares, los cafés, las redacciones de los diarios y los semanarios —que son medios masivos y llegan a prácticamente todos los hogares— como El Día, El País, y Marcha, las oficinas de la ONDA, que es la empresa de transporte carretero que conecta a la capital con el resto del país.
Además de la playa de Pocitos, el Centro es, también, el lugar al que se va a pasear. Y la gente pasea. Camina por las veredas, que todavía están repletas de árboles, mira vidrieras, entra a galerías, va a las matinés que los cines hacen los domingos, ven la reposición del Club de Teatro de Sueño de una noche de teatro y a Joan Manuel Serrat cantar en el Teatro Solís, y recibe a Camilo Sesto en su primera visita a Uruguay, compra en los kioscos postales de Titanes en el ring, y va al Estadio Centenario a ver cómo Nacional le gana por 2 a 1 Peñarol y se reúne en la rambla para celebrar junto a Luis Etchegoyen y Carlos Montequín que acaban de ganar el rally de autos “19 de capitales” y asiste a las funciones del Circo Alemán, que se presenta por primera vez en Sudamérica, y sonríe mientras mira a un elefante y a un pony actuar en una carpa inmensa. La gente sonríe, porque aunque es mayo de 1973 y ahora sí sabe —que todo se va a desarmar, que ya nada será lo mismo—, igual hay que seguir bailando.

La marcha militar que sale desde todas las radios del Uruguay suena a triunfo y a derrota en partes iguales: las trompetas son una estridencia, los platillos, una orden. Es 27 de junio de 1973. El sol sale a las ocho menos cuarto de la mañana. Los termómetros marcan que hay tres grados. Ayer Yolanda Ferralli fue elegida como Miss Uruguay y murió Paco Espínola. Lo velaron en la sede del Partido Comunista. Hoy, a las 5 de la tarde, el cortejo partirá hacia el Cementerio
Central. Nadie sabe qué está pasando, pero hay personas que, cuando escuchan la radio, entienden. Eso le pasa al padre de Cristina, que, cuando se despierta, le dice: “En las radios solo hay marchas militares. Creo que hay un golpe de Estado”. También a la madre de Renzo, que le avisa que no hay clase, cree que hay un golpe de Estado.
Renzo tiene 12 años y no entiende qué es eso: golpe de Estado. No tendrá clases por mucho tiempo porque las vacaciones de julio se adelantan y se extienden. Luego, cuando vuelva al liceo, alguno de los profesores de las materias que más le gustan no estarán.
Después de la marcha militar, leerán el decreto 464 del Poder Ejecutivo que disuelve las cámaras. En los días que vendrán —en los años que vendrán— la misma marcha sonará todos las noches por la radio y por la televisión y a continuación vendrá un comunicado de las Fuerzas Conjuntas.
Es 27 de junio de 1973. Alguien que se llama Stella se casa con alguien que se llama Gustavo. Nace un niño y sus padres le ponen Andrés. La tienda París Roma está de liquidación. El Palacio Legislativo está rodeado por tanques y camiones militares. Las personas caminan por las calles y comprenden, pero todavía no saben. Alguien escucha por primera vez esa canción que dice: En mi país, qué tristeza / La pobreza y el rencor / Dice mi padre que ya llegará / Desde el fondo del tiempo otro tiempo / Y me dice que el sol brillará / Sobre un pueblo que él sueña / Labrando su verde solar. Alfredo Zitarrosa aún no se ha ido del país. Su voz suena como una promesa: llegará, desde el fondo del tiempo, otro tiempo.

La tensión, el estrés y lo que dejó

En los años de la dictadura, dice Juan Fernández Romar, psicólogo social “predominaba un ambiente marcado por la represión política, la censura, el acoso a los disidentes y una violación sistemática de los derechos humanos. Numerosos uruguayos, especialmente aquellos con un alto grado de participación política o sindical, se vieron impelidos a buscar asilo en otros países.
La grieta política era enorme y el clima social hostil al menos desde el gobierno de Pacheco Areco”. La vida cotidiana comenzó a estar atravesada por “hechos disruptivos que devenían acontecimientos, es decir, que fragmentaban la cotidianeidad de las personas. Había un antes y un después de las detenciones, de los asesinatos, de los atentados, de los requerimientos. La amenaza física de la tortura y de la violencia estaba a la orden del día. El miedo se difuminaba reticularmente por toda la sociedad”, dice por su parte Luis Gonçalvez Boggio, magister en Psicología clínica y coordinador del programa de Psicoterapias de la Facultad de Psicología. “En términos clínicos todos estábamos expuestos a un fenómeno potencial de estrés postraumático complejo.
Se instalaba una gran incertidumbre y desconfianza en un entorno disruptivo en donde las personas no pueden identificar un tiempo y un espacio seguros para sí y para sus otras personas queridas.
Su medio ambiente se ve severamente distorsionado por hechos sobre los que no se tiene casi ningún grado de control y que se vivencian, muchas veces, desde un registro de inescapabilidad, de desamparo, y de una creciente inseguridad”.
Sin embargo, a pesar de todo, Fernández Romar cree que hubo un aspecto positivo y paradójico de la “traumática experiencia de la dictadura”: “El desarrollo de una sensibilidad antirrepresiva y antimilitarista generalizada, y la disposición a trabajar activamente por la paz, la justicia y la protección de los derechos humanos.
Estas ideas se han transmitido a través de la educación, la cultura, los medios de comunicación y otras formas de intercambio, ayudando a moldear una conciencia colectiva renovada de la que podemos estar orgullosos”

 

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